domingo, 24 de mayo de 2009

¿Que se jodan los suicidas?


Desde el comienzo de los tiempos, siempre nos ha encantado poner trabas a la gente. Moverlos de aquí para allá con nuestras absurdas paredes de ormigón. Guiarles con los mismos movimientos en que nosotros nos moveríamos en el laberinto de la vida. Durante el paso de los siglos, y si nos arriesgamos, diremos el paso de los milenios, nuestras vidas quedaban marcadas por duras directrices que seguir. Los representantes de las masas de tierra se hacían dueños de nuestras vidas, y cuando la muerte cubría todo de negro, nuestros cuerpos les seguían perteneciendo.

Eran dueños del frío glacial que reside en el subsuelo. Del espacio que se ocupa más allá de las leyes físicas, de los metros materiales en los que reposaba el cuerpo que nos había dado cobijo.
Estos personajes, con cabezas que no albergaban la conciencia de lo que su palabra suponía, movían los hilos de vidas ajenas, como si fuesen la suya propia. Aterraban a las personas hasta el fin de los días. Las espantaban con frases desalentadoras y las conducían a guiar su vida hacia un final terrible si las condiciones así lo determinaban.

El poner los labios en el anzuelo de la muerte, era un gesto más que suficiente para que el alma de esa criatura fuese conducida con rapidez al infierno más profundo y oscuro. El alma del animal cazado, del animal desvalido que había decidido poner fin a la tortura inquebrantable en que su vida se había convertido, no era más que un alma igual que la de un asesino, la misma alma con la que se vestía un perturbado antes de desatar una carnicería.

Siguen hasta nuestros tiempos las mentalidades abruptas que nos separan de las decisiones autónomas. Tras la marcha de siglos y milenios, nos situamos en un punto del camino, en que sin forzar mucho la vista podemos ver las tumbas separadas de quienes se suicidaron. Aquellos que no merecían ser enterrados como fieles seguidores de dIOS. Los cuerpos carcomidos por la pudredumbre de un sistema que nos cede los huesos "pecadores" de aquél que no quiso continuar, de aquél que busco el punto final de algo enfermizamente terrible.

Y siguen siendo suyas las partículas del polvo en que quedaron consumidos sus cuerpos. Los dueños de sus cuerpos siguen siendo aquellos que ahora yacen en jardines reales, en mausoleos de mármol esculpido. Pero la tierra que abraza la piel muerta es la misma. La misma que abraza a los cuerpos que se han vestido con capas de oro, la misma que abrazó a cuerpos rodeados de dedos que apuntaban, irradiando miedo, culpa y odio.

Y el miedo punzante se quedó en el cuerpo al exhalar el último suspiro. Un miedo que abarcaba la afirmación de un destino final terrible, un miedo que sólo es capaz de ser creado por el hombre.
Siguen siendo dueños de nuestras almas, los que nos censuran, los que nos obligan a mover la ficha en un momento determinado, también aquellos que dejan inmunes a los asesinos de nuestros hijos, condenándonos a la violencia. Siguen teniendo dueño nuestra piel y nuestros huesos, nuestros sentimientos más profundos, nuestras decisiones y nuestras costumbres.

Pero siempre quedará algo que no nos quitarán. La palabra es nuestra, como lo es el rincón desde el que observamos y la sabiduría obtenida.

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