jueves, 18 de noviembre de 2010

El álamo y la campana


Hay un sonido que elijo por encima de muchos otros. El sonido de las campanas mecidas por el viento. El de las finas láminas de metal que chocan cuando son empujadas por la brisa. Ese sonido que vuela y se mezcla con la nana que cantan las hojas en las altas copas de los árboles. El cielo se impregna de una melodía caprichosa y dulce, que desciende con lentitud hasta posarse en el suelo.

No conozco muchos lugares donde pueda disfrutar de ese sonido durante más de unos segundos. Las ciudades quedan infectadas de tráfico, de parásitos nerviosos que se aferran a nuestros oídos y nos convierten en sordos suicidas de un mundo sin música natural.

Me gusta huir de ésto a lo que llamamos "progreso" y reposar sobre las hojas marchitas que duermen esperando una nueva oportunidad. Deposito mi cabeza sobre ellas y puedo oír su historia, sus cantos, que se manifiestan como crujidos torpes, y su color. Sólo por su sonido adivino su color.

Me gusta mantenerme en silencio y estudiar lo que vuela a mi alrededor. A nuestro alrededor. Y acogerlo como un niño al que hay que consolar "yo sí te oigo" le susurro, "y aun hay gente que también se detiene para oírte".

Es sólo música, la misma música que existía cuando tú naciste y la que te acompaña, siempre, aunque otros ruidos la hayan desplazado.

1 comentario:

Seosamh McFerrod dijo...

Veo con satisfacción que no soy el único que disfruta con el silencio, y con ese tintineo de campanillas al viento...gracias...