domingo, 14 de marzo de 2010

Manías


Hace algunos años, tras penetrar entre las sábanas frías y lisas de mi cama, en mi mente aislada del frío, comenzaba a tomar lugar eso a lo que llaman sueño, era entonces cuando cualquier pensamiento incoherente apartaba con severidad a la mejor sensación que se puede adueñar de nosotros durante la noche. Debía comprobar si la manta del sofá permanecía doblada y en el sitio preciso. Esa idea se adueñaba de mi cuerpo, que ya comenzaba a semejarse a un saco de arena depositado inmóvil en el suelo, también lo hacía de mi mente, a la que había considerado dormida, y de mis párpados, que de forma casi forzada hacían méritos casi imposibles para volver a abrirse en el día que ya habían dado por terminado. Sin duda, la manta del sofá era lo más importante en aquel momento. Era más importante que el sueño que había estado a punto de concebir, que la luz que ya había sido apagada, y que volver a revolucionar de nuevo mi organismo para devolverlo al movimiento necesario que implica levantarse de la cama. Y el color de la manta, sus cuadros perfectamente alineados y una de sus esquinas posiblemente depositada en el suelo, invadían toda mi mente. Esa imagen depositada en mi mente como un yunque sobre una alcantarilla, me obligaba a mover mi cuerpo adormecido, depositar los pies descalzos en el suelo frío, caminar por el pasillo por el que se filtraban las sombras de algún coche noctámbulo que circulaba por la calle (puede que algún conductor que también hubiese olvidado alguna manta sin doblar), y finalmente buscar a tientas el interruptor de la luz del salón, para al fin, adivinar la manta, perfectamente doblada y colocada en una esquina del sofá. Posiblemente, habría realizado aquella tarea de un modo inconsciente para evitar la incomodidad de levantarme durante la noche.

Estoy convencida de que mis manías comenzarían mucho antes de este recuerdo que aquí describo. Con una probabilidad bastante alta, podría decir que mientras mis dedos se movían con lentitud, palpando con delicadeza el líquido amniótico, mientras me formaba, literalmente, como persona, aquel vaivén casi imperceptible ya alcanzaría a formar alguna de mis manías más tempranas. Seguro que al comenzar a escribir, la forma en que elegía el lápiz con el que realizaría aquella función, ya dejaba entrever alguna manía confundida con rasgos de la personalidad de un pequeño ser que se está creando.

La palabra “manía” no deja de tener un matiz negativo ligado a ella, que a veces la torna amenazante y de la que la mayoría de la gente rehúye al hablar de sí mismos. Las manías, queridos duendes, no es más que un rasgo descriptivo que recuerda los momentos vividos, las aptitudes adquiridas y la educación recibida. Las manías no son más que las pisadas sobre el asfalto húmedo de nuestro pasado. Ahora permanecen visibles, a los ojos y al tacto, y han quedado fijadas. No por ello son imposibles de borrar: con un poco de nuevo cemento fresco, toda pisada puede ser eliminada, me reitero, a los ojos y al tacto.

Como en todas las percepciones, momentos y lugares, siempre hay alguien más inteligente que trata de convertir ese aspecto (que nos empeñamos en ver negativo) en algo positivo. Es entonces cuando una manía, posiblemente una minuciosidad en el pasado, pasa a ser un rasgo cultural de una civilización. No sería discreto decir que los españoles no tenemos manías. Algunas forman parte de las vidas exquisitas de aquellos que no se conforman con poco, y otras han debido ser eliminadas con la llegada de la crisis y demás problemas económicos. “En toda casa se cuecen habas”, o deberíamos decir “en toda casa se cuecen manías”. Pero, también, como en todas las percepciones, momentos y lugares, al estar dentro de ese lugar es más complicado analizar esas manías, divisarlas sin dificultad y hacerlas propias sin implicación, sólo para adaptarnos a la situación. Es mucho más fácil, digo, percibir esas manías y catalogarlas dentro de la palabrita dichosa, al llegar a un lugar nuevo, cuando estas nuevas “costumbres” primero se nos presentan como algo curioso para, sin dejar la “c” demasiado apartada, más adelante llegar a ser algo “cotidiano”.

Me sorprendió en Polonia, el hábito arraigado de depositar los zapatos en la entrada de las casas cuando se va de visita. Da igual que los zapatos estén secos, que esté nevando fuera o que haya 30 grados a la sombra (puede que ocurra), cuando alguien llega a una casa, se descalza y camina en calcetines por toda la casa ajena.

No es de extrañar, que cuando pidas un vaso de agua en cualquier bar polaco, introduzcan una rodaja de limón dentro de tu agua. Es imposible encontrar un lugar en el que no realicen esta práctica cotidiana. Si quieres beber agua, deberás adaptar tu paladar a un sabor un tanto amargo, pero que no deja de ser agradable. “El problema es la falta de costumbre”, dicen algunos españoles mientras con un gesto un tanto infantil y con el ceño fruncido tratan de rescatar el trozo de limón que bucea en el agua cristalina. Al final y tras meter los dedos hasta el fondo, aunque este no fuera su propósito inicial, y en un intento desesperado, dan caza a un trozo de limón, cual trucha en un río, utilizando un cuchillo o cualquier objeto punzante, retratando la estampa que 12.000 años atrás hacían nuestros antepasados para comer.

No puedo evitar, entonces, pensar que puede que el problema no sea “la falta de costumbre”, puede que todo esto sea mucho más sencillo, y debamos dejar de jugar a hacernos los adaptados en todos los sitios a los que vamos. Reconozcamos nuestras faltas, nuestras costumbres, nuestras MANÍAS. Reconozcamos lo que somos, tratemos de aceptar el resto de culturas, pero ¿qué tiene de malo beber agua sin limón, o no descalzarse al llegar a un lugar? Conservar nuestro vaso sin ese pedazo de fruta dentro no es un gesto de inadaptación o de falta de respeto. Es una costumbre, un hábito que no hace mal a nadie. Es una reafirmación de lo que somos y de donde procedemos. Con tanto miedo a ser señalados con el dedo o de ser denominados antisociales, racistas o contrarios, hemos olvidado a decir ciertas frases cuando llegamos a algún lugar y algo nos desagrada. Queremos ser lo máximo, echar raíces en los 9 meses de permanencia en un sitio y querer jugar a que nuestras familias y antepasados nos educaron con las mismas costumbres que un país separado del nuestro en 3000 km.

Aceptemos y que nos acepten, aprendamos y dejemos aprender. Es precioso sentirnos implicados en un lugar y en una sociedad muy distinta a la nuestra. Hay que respetar el sitio al que llegamos y no imponer nada, pero todo esto hay que desempeñarlo sin perder nuestra esencia. Ya me he adaptado, ya sé cómo son y los aprecio, quiero a muchos de ellos y olvido el idioma que hablamos mientras nos contamos nuestras experiencias, pero cuando voy a algún bar ya he aprendido a decir “no, sin limón, por favor”. No es tan malo, al fin y al cabo, no sé si soy mejor que los que luego meten los dedos en el vaso, pero al menos creo que es un equilibrio entre sus manías y las mías, y creo que mis manías son mucho más fuertes, sino no me habrían sacado de la cama a las 2 de la mañana durante tanto tiempo.