lunes, 14 de febrero de 2011

Foto: Plaza del mercado de Bruselas.





Una vez, escuché, que en los adoquines se derrite el futuro de los jóvenes nocturnos.Que entre sus grietas oscuras y curiosas se entremezclan el olvido y el presente, la luz marchita de una ciudad que duerme y el frío áspero del invierno que sacude un nuevo amanecer. 

Escuché que no era posible escribir con el alma alegre, que los aviones que rascan el cielo siempre son enviados para dejar mensajes de amor, que muchos niños siguen contando ovejas para conseguir atrapar el sueño. Una vez alguien dijo que los domingos son días tristes, que el invierno arrastra depresiones y tristezas y que los abrazos regalados tienen un valor más elevado que los que se consiguen a través de peticiones repetidas.

Escuché que las personas que recurren al chocolate llevan una vida amarga y que aquellos otros que tienen pareja son dependientes empedernidos, vestidos de una inseguridad genética e incorregible.

Escuché que Bélgica era bonita, que volar en avión produce vértigo, que las luces de los bares nunca deben ser rojas y que los guantes no quitan el frío. 

Escuché tantas cosas... que decidí preparar el equipaje y volar hasta el otro lado de Europa, para saborear el chocolate, para añorar el mar y a tí. Me he ido muy lejos para sentirte muy cerca. Para tomar decisiones. Para no tener miedo cuando llegue el momento de partir. 

Y junto a tí saborearé ese chocolate amargo que quite un poco de dulzura a nuestros días. Me sumergiré entre tu manta y te susurraré las canciones que he aprendido e imitaré el ruido del viento que chocaba contra el avión de papel en el que volé muy lejos. 

Olvidemos lo que escuché. Comencemos a escribir con nuestra tinta y con las palabras que nos hagan construír nuevos transportes de papel...



Ya estoy de vuelta, duendecillos.

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